Por: Mateo Córdoba Cárdenas
Un jueves de 1985 aterrizó en la Hacienda Nápoles (Puerto Triunfo) de Pablo Escobar un avión Hércules, quizás uno de los aviones más grandes que hayan usado esa pista de aterrizaje. Días antes, Escobar había ordenado ubicar una montaña de arena al final de la pista con el fin de armar una barrera anti-accidentes. Ex trabajadores de La Hacienda cuentan que el avión sobrevoló tres veces la pista calculando el aterrizaje y, cuando al fin el piloto se decidió a aterrizar, terminó estampando el avión contra dicha barrera de arena.
En ese avión llegarían los primeros hipopótamos a la Hacienda Nápoles y algunos otros animales exóticos. Grupos de trabajadores de Escobar, casi todos campesinos, entraron por grupos a la aeronave para sacar uno a uno los guacales gigantes. Incluso se llevaron una sorpresa al hallar una jirafa con la cabeza atada al suelo del avión con cuerdas y cadenas para que su altura no alterara el vuelo. Nueve hipopótamos jóvenes llegaban después de haber sido comprados a zoológicos de Estados Unidos para hacer parte de la versión propia que Escobar quiso hacer del Edén, como él mismo lo declararía.
Hoy se estima que la población de hipopótamos dentro y fuera de la hacienda es cercana a los 100 ejemplares. A mediados de la década de los dos mil empezó la dispersión. El grupo de hipopótamos había crecido y podía rondar los 20 ejemplares. Se cree que la primera fuga de la Hacienda Nápoles fue ocasionada por ‘Pablito’, el macho alfa del grupo que había sido bautizado así por los campesinos de la zona recordando al viejo capo de la droga. Dos machos jóvenes desplazados por el macho alfa habían cruzado la cerca de la Hacienda y fueron avistados en inmediaciones de un par de poblaciones del Magdalena Medio y los campesinos lo comunicaron a las autoridades. No era la primera vez que cruzaban la cerca, pero nunca habían ido tan lejos. A 100 kilómetros de la Hacienda se decía que habían sido avistados los animales. Ya se conocía la historia de uno de los hipopótamos que había cruzado la cerca y había terminado fusilado por un campesino en venganza por haber atacado dos de sus novillos.
Desde entonces en Colombia se libra un intenso debate sobre lo que se debe hacer con los hipopótamos como “especie invasora” en el país. Las opiniones van desde la erradicación total, apoyada incluso por algunos ambientalistas, hasta un largo y dispendioso proceso de control poblacional vía castración para evitar matarlos. De un lado se argumenta que la ciencia ha determinado siempre la erradicación de una especie invasora en beneficio de los ecosistemas, lo cual nos permite preguntarnos, por ejemplo, ¿por qué los hipopótamos serían más invasores que las vacas que se crían intensamente en esa región? ¿Está el país dispuesto a abrir aún más la discusión de los hipopótamos para entender los daños que ha hecho también la introducción y cría de fauna “doméstica” en regiones de alto interés ambiental para el país?
Otro de los argumentos de quienes son partidarios de la erradicación de los hipopótamos es la posibilidad de que se presenten ataques de hipopótamos a campesinos de la región, aunque en más de 30 años los registros son casi nulos. El problema aquí es, de nuevo, donde poner el límite al criterio de evitar los ataques a personas erradicando especies. ¿Qué hacer con especies nativas como serpientes o grandes felinos que pudieran eventualmente atacar a personas? ¿Erradicarlos?
Este debate está lejos de acabar, aunque pareciera ser que la erradicación empieza a mostrarse como el camino que tomarían las autoridades colombianas. Al final, sobre el recuerdo de los hipopótamos del Magdalena debería quedar al menos una disposición generalizada para re-pensar la relación ser humano/naturaleza y los escasos motivos para seguir creyendo que ante las vidas humanas todas las demás son prescindibles.